20.10.05

El heroe subterraneo



El subte salio de Pueyrredon como acostumbra hacerlo a esa hora, hasta las bolas. Ibamos pegados a los vidrios como los peces de Cortazar, bañados al menos, aplastados pero con rico olor. Aceleró el subte, cien, doscientos metros, los gritos ya habían empezado, propagandose de atrás para adelante, que frene, que frene, frená! (ya con desesperación). Muchos, la mayoría gritaba que frene sin saber porqué, pero que frene enseguida. Frenó. Las alarmas sonaban todas, la gente (nosotros, los pasajeros) pasó del murmullo nervioso a las preguntas que nadie iba a contestar. La angustia, la incertidumbre. Es la consecuencia lógica de la tele me acuerdo que pensé, de los 11M y 11S, y de Londres, y del mundo de mierda que nos tocó. Nada justificaba, ni ahora ni antes de saber lo que había pasado una reacción así, la desesperación. Algunos chistes trataron de distender el ambiente (admiro a esa gente), varias chicas sufrían por la baja presión, por el encierro, por esa sensación de claustrofobia (imaginen el tunel, la oscuridad afuera, las alarmas, el tiempo que ya había pasado) que nos empezaba a invadir a todos. Odio a las viejas cuando gritan.
El conductor del subte pasó por el pasillo pegado a la pared, nos miraba, trataba de entender, de ver qué había pasado, no lo encontraba, por lo visto. El viejo pelado -el heroe obligado-, fue y vino varias veces, la cara desencajada, corriendo. Por los parlantes internos del coche, una voz femenina preguntaba por el inconveniente, algo había pasado pero nadie sabía qué. Pasaron otros 15 minutos, nada, ahora esperábamos, las alarmas cesaron y volvieron a empezar, luego el subte arrancó y llegó a Pasteur al fin.
El heroe volvió a pasar delante de mi vagón casi antes que el subte frenara, ya traspirado, todos le preguntaban, y él hablaba de una señora, que la puerta le había agarrado la mano, nada serio. El heroe no había terminado su labor, tuvo que destrabar las alarmas que se habían accionado en cada vagón, perillas trabadas, puertas que no cerraban, otras que no abrían. Imaginen ésto con miles de oficinistas ansiosos por llegar lo menos tarde posible a su trabajo, mirándo, preguntando, protestando, pero también sacándose un peso de encima. Porque esa es la anécdota al final de todo: que miedo tenemos, que tensión hay en el ambiente. El heroe incluído.

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