Quedé mal, te lo confieso.
Desde ayer que te ví, que te fui a visitar. Habrá sido tu mirada perdida, tu debilidad, y como siempre, pegajosa, esa esquiva maldad que nos infecta y que hace que nuestros ojos se crucen a centimetros pero no se vean, no se entiendan, no se reconozcan. Me dió miedo no conectarme como lo hacemos -esa tonta costumbre de sentirme importante porque lo nuestro es algo único-, que no me reconocieras casi, un miedo similar al de las jeringas, miedo que cierto me contagiaste. Un miedo como estar parado frente al precipicio, un miedo mio ese sí. Al menos me dijiste sí cuando te pregunte si estabas bien antes de separamos. Que puta es la vida, que cruel. Lo que no te pude decir ayer te lo digo hoy, vos sabes como soy de lerdo para aprender -quién mejor que vos lo sabe, puta, como me gustaría haber sido ayer como hoy soy-, sabés quien me enseñó más de vos, quién me dejó todo servido para comprenderte? Lo sabés, seguro lo sabes. Los padres siempre saben. Tarde o temprano, saben.
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