
Cuando saliste no lo podía creer. Cómo soportarlo. Verte así, arreglada, hermosamente perfumada a la distancia y sin poder acercarme. Que diferente te veías, no parecías vos. Tan hermosa, tan lejos mío. Ya de noche, dos horas había estado esperando y sin embargo, el verte con ese apuro tan femenino, con esa hermosa tensión de la chica que sale sola y mira de un lado al otro pensado que puede descubrir al posible sátiro de entre las sombras… Todo cobró sentido. La calle sola, silenciosa y relajada. Pero no me viste. Me reí de tu intención de saberlo todo, de sentirte plenamente sola para estar al fin segura. Tus pasos hacían eco en el paredón de enfrente.
El colectivo tardó 15 minutos, 15 eternos minutos en los que te vi peinándote, arreglándote la pollera, chequeando tu celular en forma repetitiva unas 10 veces. Debo confesar que ver tu cara al iluminarse de azul la hacía más linda, intolerablemente linda. El 76 te llevó a Chacarita y de ahí al subte, y éste te dejó en el Centro a la hora señalada. Yo sabía a dónde ibas, por eso te esperé a mitad de camino. Por eso sabía que Luli iba a estar parada en Las Cuartetas a las 11. No ibas a hacerla esperar.
Juntas caminaron hasta el obelisco y mientras charlaban a los gritos miraban si a lo lejos no aparecía el auto blanco ese que no sabían si era un Fiat o un Suzuki pero que poco importa. Solo importaba que alguien las alcanzara a Bernal. Bernal. Dónde quedaría Bernal. El Centro se llenaba de turistas a esa hora, y también de locos que miraban desde algún rincón como las dos chicas esperaban en la esquina y se reían de muchas cosas. Ajenas cosas. Viernes que cosas ajenas. El auto apareció un segundo antes que a las chicas les cambiara la cara. Casi las 12. Cuánto tiempo tardarían en llegar. Llegar tarde a una fiesta era una cosa, pero llegar tarde a donde las esperaban a comer era otra. Por eso, celular mediante, avisaban a cada rato su paradero actual a la impaciente anfitriona del sur y a su esposo, al que se le quemaban los mariscos.
En el auto iban 3 personas que no conocía. Un pibe manejaba, se mostraba inofensivo. Otro (el mas lindo y peligroso) iba adelante pero parecía estar acompañado por la rubia que desde atrás les daba indicaciones con señas exageradas. Allá! Allá! En dos minutos ya cruzaban el puente Rivadavia y se sumergían en Avellaneda camino a la fiesta de los calamares y el vino blanco. Todavía los seguía de lejos. Tenía una idea bastante precisa del camino que tomarían. Todavía me sentía impune. Nadie podía notar que los seguía. El transito fluido me llevaba. La noche relajada se parecía al disco que por suerte había elegido para el camino. Desde la distancia no podía verlos bien, pero nada me costaba imaginarte, vos ahí, radiante, tan, tan, demasiado para todos ellos. Hablando, contestando, riendo, educada, si yo fuera vos a nadie le hablaría, a nadie miraría a los ojos. En ese momento empecé a notar algo. Estaba enojándome.
Tras 10 minutos de camino, decidí acercarme al Suzuki. No conocía la zona y no quería perderlos. Igual sabía la dirección de la casa, pero tenía poca idea de cómo llegar. Me pegué atrás y dejé de lado la discreción. Ellos no se percatarían de mí. Enseguida me di cuenta de algo. Mi visión del habitáculo había. Ibas atrás. En medio de Luli y la rubia desconocida. Las tres cabezas se movían como en un esquema frenético. Era gracioso verlas. Aunque lo siguiente no me resultó gracioso. El tipo que iba adelante, el peligroso, realizó una movida inquietante y sorpresiva. En una maniobra ágil y veloz, cambió su lugar por el de Luli y cruzó su brazo desplegado por detrás de tu cabeza. No se si te tocaba pero lo supe. Ya no estabas a salvo. Ahora yo podía sentir el peligro. La música del camino cambió rotundamente. Pensé en llamar a tu celular. Entendía con claridad el porqué de mi enojo. Mi cuerpo sabía que algo así sucedería por eso se sentía irritable y ofuscado. El peligroso no paraba de hablar y sonreír. Lo notaba por el movimiento de su cabeza. Y vos, ahora, lo mirabas. Notaba tu perfil, notaba hasta tu risa brotando de tus labios. Qué te pasa. Por qué. Qué tiene. Tantas cosas me pregunté. Tantas veces quise pegarme o volantear y salir despedido por el costado del puente. Traté calmarme. Puse la radio. Saqué la petaca de abajo del asiento y subí el volumen. Por un momento pensé que los parlantes no soportarían el atronador sonido de los violines, la tuba y el contrabajo. A esa noche despejada y calurosa le hacía falta una buena tormenta.
De golpe, el Suzuki dobló a la derecha y me obligó a hacer una maniobra que todos en el mundo vieron menos los del auto blanco. Bernal. Ya estábamos en Bernal. El tipo seguía parloteando, y vos (¿qué te pasa, por qué haces eso, no ves que no te entiendo, no ves que no soporto no entenderte?) lo mirabas entre pensativa y divertida. Frenaron unas 5 cuadras mas adelante. Luli bajó y volvió con cigarrillos y unas indicaciones que el que manejaba poco entendió. Siguieron adelante dos cuadras y después doblaron a la izquierda y enseguida otra vez a la izquierda. Unos metros adelante, una morocha con una luz azul en la mano les hacía señas desde la mitad de la calle. Reía.
Estacioné y caminando me acerqué al lugar. El aire olía a aceite y a pescado de una forma agradable que había logrado despertar el hambre en mi estómago. La música no superaba los niveles normales. Un murmullo detrás de las cortinas blancas. Había otras personas invitadas, no muchas más. Después fueron llegando, aunque en la cuadra sobraba el lugar para estacionar. Volví al auto y me senté a esperar algo. No lo había pensado, qué esperaba ¿Que salieras y vinieras directo a mí y me pidieras que entre, que te hiciera un lugar en mi auto porque ahí te aburrías? O mejor, me dirías, con esos ojos tan pícaros y hermosos, ¿nos vamos bombón? Por suerte en esa calle no había ni garita ni vigilante. Por eso puede subir y bajar del auto a mi antojo, unas diez veces y mirar, mirar y mirar a ver si algo veía. Pero qué. No importaba.
En la ventana reconocí tu silueta una hora después. Tan grácil, tan desinhibida. La música se movía al compás tuyo, la noche se movía al compás tuyo. Sentía al fin lo que había necesitado confirmar, que todo tenía sentido. Verte, no solo verte. Sentirte que seguías siendo vos en esos momentos en que no podía saber quién eras, qué hacías, con quién estabas. Por eso, esa ventana, esa sombra, esa silueta llevándose el cigarrillo a la boca eras vos y eras vos plenamente en el momento justo que mas necesitaba que fueras vos. No me explico ¿no? Ya no me importa.
Bajé del auto y me acerqué lo más que pude al jardín. La casa era la típica casa americana, cuadrada, sencilla, prolija con jardín al frente y rejas bajas. Los árboles de la vereda tapaban la luz naranja de la calle por eso me sentía seguro. Nadia iba a verme, ni a denunciarme. Podía seguir mirándote. Pero duró poco el momento. Alguien mas apareció y luego otra sombra y al fin tu figura se desvaneció, y la de todos y la ventana quedó vacía, como a la espera de otra escena. La escena tardó casi una hora mas en presentarse. Algo que poco le importa a una persona que perdió la noción del tiempo.
Conocía a la dueña. De la casa digo. Pero eso estaba seguro que llegaría, que no me perdería por el camino. Poco me había costado conseguir esa dirección. Discretamente, como siempre. Así soy ¿viste? Pero, ¿tengo que las siguientes 4 horas fueron tortuosas, aburridas, tensionantes? No. De golpe todos se saludaban en la puerta, de golpe todos eran los mejores amigos que se decía que se repita, que sea mas seguido, me divertí mucho, rica la comida, aplausos para el chef. El auto blanco calzó la autopista con la confianza que da el alcohol. En 10 minutos cruzamos el obelisco, ya sin turistas, con esa incomoda realidad que los turistas no deben nunca ver. La noche nos preparaba una lluvia pero la dilataría hasta la mañana. El olor a lluvia nos salpicaba al auto blanco y a mí. Las cabezas no se movían. Adentro del auto todos miraban para afuera. O al menos eso pretendía ver.
Chacarita, Villa Ortúzar. Bajaste en medio de un silencio perfecto. Confiada, relajada, impecable. Estacione en la cuadra anterior y a pesar de no querer ver, mi visión era estupenda. No puedo decirte en qué momento llegó la desesperación. Sí cuando vi tus piernas bajar del Suzuki, si cuando las risas aprobatorias de todos amargaron mi noche. No quise ver, te juro. No quise saber si el peligroso Se deslizó de su asiento y se coló por tu pasillo, segunda puerta, ventilador, heladera, sillón, baño, cama. No quise. Apreté tan fuerte el acelerador que por un momento el empedrado hizo tanto ruido que pensé que seguiría conmigo para siempre. Desaparecí, crucé todas las calles y me subí a la autopista que mas rápido me (pensé) alejaría de todos estos estúpidos recuerdos que aún tengo.
Tres minutos después, ya bastante lejos, cuando la orquesta llegaba al intermezzo y aún no llovía, un auto blanco me pasó como si estuviera parado. Sonreí, aunque sabía que no era un Suzuki. Era un Fiat.
3 comentarios:
HERMOSO.
COMO SIEMPRE.
D.S.T.
por tu salud mental, corta la historia ahi man. No te sigas enroscando.
un saludo!
creo que me dió un escalosfrío..
brrr....
/y justo ahorita sonó la alarma de la planta contigüa, seguro señal de algo malo..
...
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