
Sebastián creía que construía cuando en realidad era construido por las circunstancias, y creía que soñaba lo que en realidad ya vivía. Y empujando poco a poco esa frontera se encontró finalmente en un no lugar, sin poder dejar ya sus propias huellas sobre el suelo que pisaba. Y no es que no fuera capaz de ser feliz, claro que lo era, pero su felicidad se construía con los recuerdos de lo sucedido o imaginando aquello que iba a suceder, y nunca con aquello que precisamente estaba sucediendo. Y su tristeza guardaba con los acontecimientos idéntica distancia. Se diría que Sebastián no tenía manos. Que no era capaz de agarrar lo que tenía delante sino después de haberlo perdido, o antes siquiera de acercarse a las cosas que de verdad le importaban. Era, en suma, un muerto ejemplar y un enterrador perfecto. Nada en él sin embargo hacía sospechar tal cosa, pues tenía cierto dominio de sí mismo y su mirada soñadora prometía cosas, y su dulce ademán se hacía querer...
No hay comentarios.:
Publicar un comentario