La nueva novela de Ray Loriga, El hombre que inventó Manhattan, es exquisita y muy recomendable. Y es que, más que estación ecuatorial, el verano debe ser una disposición voluptuosa…
Quizá Manhattan no es más que el escenario —pequeño espacio de tierra, en donde ya nada es de color tierra—, en que se deleitan y amontonan histéricamente millones de personas. Pero las ciudades no se describen, se piensan, y es ahí donde los urbanos podemos defender nuestros paisajes: nada más humano y magnífico que una esquina congestionada.
Toda ciudad es un cruce de anónimos. Los que crecimos en una metrópoli entendemos que cada peatón, en tanto historia, cobra sentido y se explica a través de otro que siempre está por conocer. Ser urbano es justamente saber extraviar oportunidades. Y es en ese estigma, donde la literatura cobra sentido y se hace imprescindible; ningún otro medio puede poner orden a lo que no fue. Nadie tan descarado como el escritor para establecer arbitrariamente principios y finales. Ya lo mencionaba Enrique Vila-Matas a propósito de la novela de Loriga: “La vida no tiene trama, se la ponemos nosotros, que inventamos la literatura.”
Gran parte del mérito de esta novela es evidenciar al autor como el emisario que convierte el caos en tejido. Sus historias entremezcladas, con ese aire sutil de lo aleatorio, nos revelan el devenir de la ciudad ombligo. Sea a través un vendedor de pianos que murió degollado por una taza de café, o de un ejecutivo obsesionado por dos hermanas coreanas, Loriga termina por erigirse como un gran cartógrafo del siglo que comienza.
Lo mejor de esta novela viene ilustrado por el padre de Manhattan: un rumano al que todos llamaban Charlie. Desde las primeras páginas, el escritor madrileño nos convence de que fue Charlie el que “inventó el Río Hudson y la forma de cruzarlo”; “y los bares de striptease alrededor de Times Square y las tiendas de Disney”; y uno, ya encaminado, agrega que fue Charlie quien inventó a las modelos que terminan desplazando hamburguesas, quien decidió el amarillo de los taxis, y quien dibujó un gran parque central que divide a los ricos de los pobres; y El hombre que inventó Manhattan nos quita la palabra —y el aliento—, porque fue Charlie quien creó “al piloto despistado que se estrelló contra las Torres Gemelas y el otro imbécil que se estrelló unos segundos más tarde…”
Tiene razón Loriga, nada hay acerca de una ciudad que no sepamos a ciencia cierta o no seamos capaz de imaginar. Ya lo dice un viejo proverbio —griego, si no me equivoco— desde siempre: “Dios hizo el campo, el hombre la ciudad.”
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